Educación obligatoria, aprendizaje autónomo

Otro magnífico artículo como todo lo que escribe Fernando Orozco. Publicado el 18 de noviembre en La Plazuela

La Declaración de los Derechos del Niño recoge en uno de sus principios - junto a otros como tener un nombre o una nacionalidad, y en el mismo que declara el derecho al juego - el derecho a recibir una educación, que ha de ser obligatoria - y gratuita. Que alguien tenga derecho a algo que es obligatorio puede parecer en principio paradójico, porque una obligación no es un modo alguno un derecho. Pero lo que es obligatorio es la educación, no el derecho: imaginen tener derecho a una vivienda obligatoria, o a un trabajo obligatorio. No a una vivienda digna, no a un salario justo, sino a una vivienda y trabajo obligatorios, determinados. No es intención de este texto valorar este hecho, tan sólo llamar la atención sobre la existencia de una educación obligatoria, determinada en mayor o menor grado, en objetivos, procedimientos, habilidades - cosas como aprender a leer, escribir, calcular, conocer y comprender el entorno, etc -, y que posee además voluntad de universalidad - y por eso es un principio fundamental junto al juego en la declaración de derechos de niños y niñas. También la constitución española - como la de la mayoría de otros países - recoge ese derecho a una educación obligatoria. Pero educación no es escolarización. Confundir ambos términos es suponer que el único modo de educación es la escuela; es identificar un medio con un fin, impidiendo así a cualquier otro medio (dado o posible) alcanzar ese fin de la educación; aunque ésta sea obligatoria. Educación obligatoria no es escolarización obligatoria. Por eso la mayoría de las legislaciones educativas de los estados democráticos actuales regulan la libertad educativa amparando otros medios de educación distintos a la escolarización, formas de educación sin escuela, incluso de educación obligatoria sin escuela. ¿Sin escuela? Tiremos de alguno de los hilos de la madeja diversa de la desescolarización.
John Cadwell Holt fue un pedagogo estadounidense que tras reiterados intentos de reforma escolar junto a varias familias acabó por recomendarles hacerse cargo ellas mismas de la educación de sus hijos e hijas y sacarlos de la escuela. La idea era ir a favor de los modos (pues hay varios) en que niños y niñas aprenden; se trata de seguirlos, de acompañarlos, de aprender a su vez con ellos y de ellos. Todos aprendimos de niños a hablar de forma autónoma sin que precisáramos de instrucción alguna: los bebés sólo necesitan que se les hable para aprender a hablar. Los estudios que Holt estaba realizando mostraban que las habilidades básicas que determina la educación obligatoria (lecto-escritura, cálculo, etc.) se aprendían mejor del mismo modo, es decir, de forma autónoma, vinculadas a la vida real, a sus usos cotidianos y al juego, y en entornos significativos, afectivos, como la familia. El Pedagogo desembocó en la anti-pedagogía y las familias emprendieron el movimiento unschooling contemporáneo: una atención, acompañamiento e implicación determinadas de los padres en la educación de los hijos sin delegar su responsabilidad en ninguna otra institución y que tiene en el respeto a la autonomía de niños y niñas y en la confianza en sus capacidades, el mapa y la brújula con los que explorar la experiencia cotidiana como campo infinito de aprendizaje. ¿Aprendizaje autónomo?
Sócrates en el siglo V a.c – según sabemos por algunos de sus discípulos – criticó la educación entendida como transmisión de conocimiento: la metáfora del alumno como recipiente vacío que ha de ser llenado por el caudal de conocimiento del maestro. Sócrates, hijo de partera, creía que la profesión de su madre era mucho mejor metáfora para comprender en qué consiste, o debiera consistir, la educación. El maestro, o maestra, ayuda a dar a luz (conocimiento) al alumno, o alumna; él no mete nada allí, sólo ayuda a sacar lo que de algún modo ya estaba. Paulo Freire, desde Brasil, a mediados del Siglo XX criticó la concepción bancaria de la enseñanza: de nuevo la misma metáfora; los alumnos son botellas vacías que han de llenarse del conocimiento que sobre ellos vierte el maestro, que finalizado el proceso mide el contenido de las botellas para etiquetarlas y ponerlas a disposición del mercado laboral listas para su consumo. Frente a ella -este alfabetizador militante de adultos – propuso una educación dialogada que permitiera el ejercicio de la autonomía y el descubrimiento en común; la educación es emancipadora porque es la puesta en marcha de las capacidades propias – es el ejercicio de la autonomía y la libertad.
Un par de siglos antes, el ilustrado Joseph Jacotot - capitán de artillería, latinista y profesor de química – tuvo una revelación al descubrir que sus alumnos holandeses habían aprendido francés siendo su única intervención haberles entregado un libro en edición bilingüe. El aprendizaje es una actividad autónoma, fruto de la voluntad. El maestro que enseña - consideraba Jacotot-, embrutece al alumno al colocarle en una posición de inferioridad: tú no sabes, yo sí. Según este pedagogo en todos nosotros está la capacidad, la inteligencia, de aprender lo que deseemos siempre que tengamos la voluntad; nos instruimos a nosotros mismos sin necesidad de maestro instructor. El maestro solo debe impulsar la inteligencia del alumno, y en consecuencia un maestro puede enseñar lo que ignora. Como Sócrates – cuyo único saber era saber que no sabía - Jacotot, en su <>, defiende al maestro ignorante, aquel que trata al alumno desde la igualdad -en sus diferencias- de la inteligencia, y alimenta su voluntad, su autonomía: Respeto y confianza.
Ivan Illich fue quizá el primero en concebir una desescolarización de la sociedad. El origen de sus reflexiones es un análisis de las instituciones. La instituciones que Illich llama manipulativas – de las cuales la escuela sería el paradigma - nos hacen dependientes de ellas robándonos la autonomía de nuestras capacidades y promoviendo en nosotros el defecto, la falta, la ausencia de poder, para afianzar así nuestra necesidad de usarlas. La escuela nos hace ignorantes para que necesitemos la instrucción. Frente a estas instituciones hay otras llamadas convivenciales, que están ahí para nuestro uso sin que nos veamos obligados a usarlas: la red de caminos, los parques, bibliotecas, son instituciones de este tipo. La sociedad desescolarizada de Illich es una en la que las instituciones manipulativas son sustituidas por instituciones convivenciales. En una sociedad de ese tipo, la educación obligatoria (y gratuita) de la infancia se daría de modo en que niños y niñas pudieran hacer uso de los espacios, tener a su disposición a los profesionales y los medios, para llevar a cabo su propia instrucción, guiados por su curiosidad, por su motivación intrínseca. Al romper los muros de la escuela, al romper el confinamiento de la educación, el mundo entero, toda nuestra vida, se transforma en entorno educativo, en campo ilimitado de juego donde cada cual puede desarrollar plenamente sus capacidades en condición de igualdad.
Éstas serían solo unas pinceladas de uno de los motivos que impulsan algunas formas de educación sin escuela. La idea fuerza que las alienta es harto sencilla, y apela al sentido común: Por si no he sabido trasmitirla de forma clara terminaré citando a Robert Schank, investigador norteamericano en Teoría del Aprendizaje e inteligencia artificial: “El aprendizaje ocurre cuando alguien quiere aprender, no cuando alguien quiere enseñar”. Contundente.

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