Escuelas, profesores y pedagogías: el más cotidiano de los horrores




“Para educar, es preciso encerrar”: he aquí la justificación más zafia de la Escuela y uno de los dogmas fundacionales de la Pedagogía.




Legitimado el encierro, los pedagogos podían definir su tarea: “amueblarlo”, “amenizarlo”, hasta “camuflarlo”... Pero la falsía es evidente: entre “educación” y “escolarización” hay una relación compleja y una asimetría irreparable, que desautoriza toda pretensión de identificación. No, no se encierra para educar. Se encierra para otras cosas y se educa de muchos otros modos.
La educación pasa, ocurre, acontece. Ni siquiera es “deconstruible”, cabría sostener en jerga de Derrida. Así como no podemos “desmontar” la Justicia, y sí el Derecho, se nos escapa la Educación pero no la Escuela. La Educación está siempre y en todas partes. Ya se la conceptúe como “moralización de las costumbres”, como “socialización”, como “transmisión cultural” o como “proceso de subjetivización”, la Educación no cesa y nunca falta. Y tenemos “educadores naturales”, como los padres; “educadores electivos”, como esos amigos que estimamos y escuchamos con especial atención; “educadores fortuitos”, como aquellas personas con las que chocamos y nos marcan duraderamente,... Y se ha conocido la “educación comunitaria”, como la tradicional gitana, como la que distinguía a las comunidades indígenas sudamericanas, como la que fructificó, antes de la llegada de los occidentales, en África Negra... Y existe la “auto-educación”, que opera a cada rato, cada vez que miramos, escuchamos, leemos... sin directores. En este vasto campo, dándose la Educación, no aparece la Escuela...
Hay, además, otro tipo de educador, otra figura educativa, una figura entre muchas y un tipo entre tantos: el “profesor”... ¿Qué es un profesor? Es verdad que se trata de un “educador”. Pero concurre una circunstancia que lo particulariza y que lo desvela, ostenta un rango exclusivo... Nos encontramos ante un educador mercenario.
“Mercenario” en la doble acepción del término, política y económica. En lo político, se halla inscrito en la cadena de la autoridad, aparece tal un eslabón en el engranaje del despotismo. Su lema, en palabras de Julio Cortázar, sería este: “mandar para obedecer, obedecer para mandar”. En lo económico, porque, como recordó Steiner, proclama consagrarse a la Causa Buena, a la Causa Noble, a la Causa Justa de la Humanidad y, a continuación, pasa factura.
En una carta estremecedora, Walter Benjamin, a la sazón fugitivo, perseguido por el nazismo, preguntaba a su amigo T. W. Adorno si “todavía quedaban bastantes esclavos de los verdugos”. Temía menos al tirano que a sus agentes, menos al dictador que a sus seguidores, menos a Hitler que a sus mercenarios. Ciertamente, no es seguro que el profesor sea siempre, y en todas partes, un “verdugo”; pero no cabe duda de que, hasta ahora, se ha dado solo como un “esclavo de los verdugos”, esclavo que esclaviza, merecedor de un pánico tan grande como el que manifestó Benjamin. El “educador mercenario”, figura meretricia, se “desata” en la Escuela. Trabaja, pues, para la escolarización, en y por el “confinamiento educativo”.

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Pedro García Olivo – La Haine

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